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Junichiro se levantó acelerado, con la respiración entrecortada, casi jadeando. El sudor le resbalaba por la frente y podían notarse las marcas húmedas de su espalda sobre el tatami de la habitación.
Cerca de Kyoto, en las faldas del monte Daimonjiyama, el otoño iluminaba de tonalidades rojizas el momiji de los árboles que rodeaban el templo Zenrinji, cuya belleza se veía aumentada durante la noche, por iluminación nocturna que ofrecía el santuario. Junichiro llevaba ya algunos inviernos en el templo como asistente del maestro Umezaki, quien lo estaba instruyendo en el arte de los haikus.
Hacía frío en la habitación donde se encontraba, algo alejada y situada cerca de los retretes del recinto. Llevaba puesto apenas unos calzones cortos, por lo que se cubrió rápidamente con su haori y corrió, atravesando el jardín y el resbaladizo puente sobre el estanque, hacia la zona noble del templo, donde se encontraba el pabellón en el que residían los monjes.
Al llegar a ella, buscó la habitación de Umezaki. A través del shöji, percibió la luz de la llama de una lámpara, por lo que supuso que el maestro aún estaría despierto, trabajando en alguno de sus poemas.
Se agachó, y de rodillas, con el peso del cuerpo apoyado en los pies, desplazó suavemente el tabique móvil formado por cuadrículas apretadas de grueso papel blanco.
El maestro se mesó la barba, una barba tupida, blanca, trenzada de manera intrincada, acabada en un fino y apretado nudo de pelo. Viendo a su pupilo al otro lado del marco, le preguntó:
- Junichiro, ¿qué haces a estas horas frente a mi habitación, y con ese aspecto tan desaliñado?
- Maestro, siempre me has dicho que los sueños son el reflejo de nuestro interior y nos dicen quiénes somos.
-Así es, muestran realmente lo que la máscara de la mirada esconde.
Umezaki miró los ojos turbios y azorados de Junichiro y, leyendo su expresión, adivinó que algo trascendental había alterado la serenidad de su aprendiz.
- Dime, Junichiro, ¿qué sueño ha alterado tu paz interior?
- Maestro, - dijo con cierto nerviosismo - he soñado que jugaba al borde de una de las albercas donde se tiñen las sedas y los linos con los que elaboramos los ropajes de los miembros del santuario. En mis manos sostenía una fina caña de bambú, larga, flexible, puntiaguda y afilada, cortada en el estanque del jardín, junto a la muralla norte del templo. Jugaba a tocar los pequeños peces coloridos que se dejaban ver nadando cerca de las flores de loto azul. Estas flotaban hermosas sobre la superficie acristalada del agua, animando a los peces a cobijarse bajo ellas y juguetear entre sus enmarañadas raíces. Encontraba varios peces, los tocaba, pero no los ensartaba. Observaba cómo a ellos les molestaba ese juego, pues el extremo punzante de la caña podía fácilmente atravesarlos. Por ello, estuve a punto de dejarlo. Molesté además a otro de los peces. Diferente, algo más grande, aplanado, blanco moteado. Tras tocarlo, mientras yo caminaba por el borde de la alberca, veía que me seguía. De pronto, al volver a tocarlo por segunda vez, noto que se aproxima al borde de la alberca y comienza a asomar su cuerpo. Angustiado, mientras se va alzando, compruebo que se trata de un pez de enorme tamaño.
- ¿Cómo pude confundirme? - pensé.
Supuse que la refracción del agua había hecho que pareciese de menor tamaño de lo que realmente era. Poco a poco va emergiendo a la superficie e intenta comerme, tratando de tragarme con su gran boca pegajosa. Su cuerpo, aplanado, parecido al de una carpa, era tan grande como el de una ballena. Su piel, blanca, resbaladiza y maloliente. Su cabeza, grande, con bigotes en los extremos de la apertura dentada de la boca. Mientras me perseguía, corro intentando escapar y creo sentir que alguien me observa. Me digo a mí mismo:
- ¡Voy a quedar fatal! Me va a comer. ¡Solo estaba jugando!
- Encaramándome por el borde de una de las paredes laterales, veo cómo me libro saltando hasta el borde de la alberca más cercana. Observo cómo el pez enorme pierde interés y se vuelve a sumergir en el agua. Pienso que me he librado por poco.
-Maestro, por favor, pon algo de luz en mi sueño.
Umezaki respiró profundamente y, con un pausado gesto de la mano, indicó al joven aprendiz que pasase y se situase junto a su kotatsu, pues debajo de ella había un brasero que servía para calentar los pies. Así, al menos, conseguiría calmar el frío que atenazaba la respiración de su alumno. Le ofreció un poco de té caliente en un cuenco lacado de cerámica gris, que, bajo la cálida luz de la lámpara de aceite que iluminaba la habitación, mostraba el color de la pátina de vejez que cubría todos los elementos de su vajilla.
- Junichiro – llegó a decir el maestro. Y, cerrando los ojos y apretando levemente los labios, respiró lentamente por la nariz. El sonido su respiración al fluir era tan acompasado, que el atribulado alumno comprendió que estaba meditando seriamente su respuesta.
Pasaron unos minutos, y por fin el maestro haikuista dijo:
- En la esencia del sueño está la esencia de la respuesta.
- Pero, maestro Umezaki… no entiendo cómo el sueño puede ser a su vez la respuesta al propio sueño. Intuí que algo malo iba a pasarme. Presentí mi futuro mientras veía cómo el pez me intentaba tragar.
A veces la expresión del rostro de una persona lo dice todo, y el gesto del joven aprendiz manifestaba claramente al maestro que su discípulo no era capaz de ver más allá de la superficie. Lo asumió. Sabía que aún era un mero estudiante, y compasivamente se dispuso a darle una lección sobre el significado de los sueños.
- Cada elemento de tu sueño es un símbolo, y tiene su explicación y significad: el bambú afilado, el agua, el azul del loto... Pero vamos al elemento central de tu sueño: los peces.
Detuvo un momento su explicación para cerrar el shöji y evitar que la habitación siguiese enfriándose. Agitó con una varilla metálica el carbón del brasero, volvió a inspirar profundamente y, tras soltar el aire descinchando sosegadamente el pecho, prosiguió:
- Los peces son los problemas a los que te enfrentas, de todos los tipos, de todos los colores. Tú los abordas, los afrontas, y los resuelves con ligereza, despreocupación y sin miedo. Pero hay uno, uno en especial, blanco, del color de la pureza, uno que te preocupa especialmente.
El semblante del maestro, relajado hasta entonces, cambió. El juego de luces y sombras que producía la luz amarillenta de la lámpara, acrecentaba la severidad de su expresión.
- En ese problema te va la vida. Te preocupa, y te ha llegado a preocupar tanto, que tienes demasiado miedo a que perturbe tu existencia. Afortunadamente, en el último momento has saltado y te has liberado. No sé cuál es el problema que te corroe, ni quiero saberlo. Es tu problema, lo dejo para ti, para que crezcas, pero sí te diré que has conseguido superarlo. En el último momento... pero lo has superado. Una cosa más te diré, mi apreciado pupilo. Ten cuidado, te advierto… la vida está llena de albercas.
- Gracias, maestro, por mostrarme tu lucidez en la oscuridad de la noche. – dijo Junichiro, aún perplejo por la claridad de la respuesta, inclinándose varias veces con las palmas de las manos unidas frente al pecho, a modo de reverencia.
El aprendiz se terminó el té y el maestro, con delicadeza y esmero, limpió y recogió el cuenco, depositándolo junto al resto de la vajilla. Se miraron un momento expresando gratitud y condescendencia respectivamente. Y, caminando de espaldas a la salida, el alumno se alejó hacia su aposento.
- Junichiro – dijo por último el maestro - Si el pez te hubiese comido, habrías muerto. Habrías fracasado.
Fin. |
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