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El viejo, miraba de reojo atrás pensando en qué estaría maquinando su sobrino. Sentado en el porche lo escuchaba trastear en la lacena de la cocina buscando una cazuela con la que preparar unos espaguetis en salsa boloñesa con los que demostrarle que había aprendido a sobrevivir en su piso de soltero de la universidad, a pesar de las dudas que su madre albergaba.
Desde la ladera de la alta colina que tanto esfuerzo le había costado subir y en la que había edificado la pequeña cabaña de madera desde la que ahora disfrutaba de una amplia y serena vista del populoso valle, sentía feliz la presencia de una de las pocas personas que se aventuraban a visitarlo en tan remoto paraje. Se meneaba levemente en la reluciente mecedora de Wallmart que le había traído de la ciudad como regalo. Su joven pariente varias veces le había repetido que la que usaba estaba tan desvencijada que algún día iba a partirse la crisma de tanto balancearse en ella. Así que aceptó de buen grado el presente, recriminándole que iba a ser la única concesión que le hiciese a la vida moderna, pues apreciaba tanto cada pedazo de madera de esa casa como cada uno de los recuerdos que atesoraba en su memoria.
Lo miró de nuevo mientras lo observaba encender el fogón, verter agua en un recipiente de hojalata y le enseñaba por la ventana, con la satisfacción de un detective que encuentra la pista que necesitaba para aclarar un caso, el paquete de pasta que mágicamente había aparecido perdido en uno de los estantes de la cocina. El anciano le devolvió la sonrisa
- Estupendo sobrino, ahora solo falta que encuentres el aceite, la zanahoria, la cebolla, el ajo y la sal, Sr. Marlowe.
Se lo dijo con cierta malicia, no podía engañarlo. En el fondo sabía que todo el montaje de la inesperada visita había sido una treta para hacerse con su vieja mecedora. Desde pequeño lo había visto venir a columpiarse en ella. Primero, de crío, con sus padres a visitarlo durante esos largos veranos en los que la montaña era el único lugar donde refugiarse del tórrido calor de la ciudad. Después con alguna de sus novias a impresionarla recorriendo la frondosa naturaleza de sus montañas. Otras, solo, a lamerse heridas del corazón al vaivén de las noches estrelladas acompañado por el firmamento y el tiempo que todo lo cura o al menos lo apacigua. Sentados ambos tomando té caliente con una gotas de licor de ajenjo, siempre, a lo largo de sus múltiples visitas, a lo largo de tiempo, siempre, acaban allí, hablando de lo divino y lo humano, y ahora… en algún sitio había leído, escuchado o visto que estaban de moda los muebles viejos.
- Vintage, los llaman ahora. Ja, ja, Ja, excusas, ja, ja, ja, lo clásico y bien hecho, siempre lo será. – Pensó.
Pero qué iba a hacer, era su sobrino, su sobrino favorito, y sabía que le quedaba poco tiempo. Nadie mejor que él iba a apreciar el cariño que le tenía a ese viejo mueble, nadie iba a cuidarlo mejor, ni a aplicarle con más esmero esa capa de barniz que estaba pidiendo a gritos.
Allí, en la montaña, el tiempo pasa por la vida segundo a segundo y lo mismo que él había aprendido a leer en la montaña los avisos de la naturaleza, los avisos de la vida, los ciclos de las plantas, de las flores, de las estaciones, sabía que su ciclo estaba agotándose, y que el duro, hermoso y nevado invierno iba a cobrarse una deuda con él. Tenía la absoluta certeza de que el "asalto" de su sobrino a su antigua mecedora era el aviso que la vida le estaba dando.
Mientras empezaba a oler como se pochaba ligeramente el aliño de tomates se acercó a la furgoneta donde estaba firmemente sujeta con cuerdas la vieja mecedora. Hurgando con dificultad en el basto cojín de cuero que cubría el asiento extrajo una carta con matasellos de un lugar a muchas lunas llenas de allí. Esa carta que ahora sostenía en sus manos, le había arrancado del corazón la tristeza. Había conseguido que al amanecer, mirando al sur, desapareciese esa tristeza, esperando ver subir por el sendero a un ángel que lo llevase de nuevo volando a ese lugar en el que una vez estuvieron juntos y al que prometieron regresar algún día.
- Sobrino - dijo en voz alta – baja la mecedora, vamos a darle buen uso por última vez antes de llevártela a tu piso de flamante rector universitario. Esta noche tengo que contarte una historia, otra de mis historias, pero en hagámoslo como siempre lo hemos hecho, ¿vale?. Te hablaré del amor y de la guerra como nunca te he hablado.
El sobrino, dejo los espaguetis requemados en la cazuela, y supo esa noche la cena carecía de sentido, que tenía que calentar ese té que a lo largo de los años de charlas con su tío si había aprendido a preparar. Algo le decía que iba a ser una laaarga última conversación.
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