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Ella lo miraba trabajar, mientras él, de manera precisa, con dedos de cirujano operaba el dispositivo que había venido a reparar.
El, absorto en sus pensamientos, intentaba olvidar, solo pretendía olvidar. ¿El trabajo? pura rutina, una mera y compleja distracción para su atribulado pensamiento. Concentrado, con la dedicación con la que los antiguos artesanos se esmeraban en engarzar los engranajes de los viejos relojes, buscaba que el mecanismo de marcase los segundos, minutos y horas con la misma exactitud que la frontera entre el presente, el pasado y el futuro.
Lo miraba trabajar, y él, absorto, no se daba cuenta que la joven Dama, esbelta, de cabello rizado, labios silueteados de rojo carmín y finamente vestida, hacía algo más que esperar. Le miraba los dedos, lo miraba esperar el giro de las ruedas dentadas, lo miraba tomar referencias con el cronómetro de precisión francés de sólida caja metálica que llevaba siempre consigo, y esperaba que él le devolviese la mirada.
Él, activó el cronómetro de referencia y comenzó a esperar la sincronización de los mecanismos del dispositivo que acababa de ajustar. Mientras tanto, sin atreverse a molestar, observó en un cubilete sobre el escritorio de la Dama uno de esos lápices bicolores que siempre le habían atraído. Una mitad Roja y la otra mitad Azul, la punta azul aún afilada y la roja apenas sin gastar. Y se atrevió a preguntarle:
- ¿Sabes cómo se llaman estos lápices? Siempre me han gustado pero nunca he sabido cuál era su denominación correcta.
Ella, sacándolo del cubilete pausadamente con sus delgadas manos blancas y con voz suavemente aguda, casi con la musicalidad del piar de un pajarillo, le respondió:
- Yo siempre los he conocido como Lápices de carpintero.
- Ah, vaya no lo sabía – E ingenuamente se volvió para seguir verificando las referencias del cronómetro.
Poco había durado su conversación, así que ella como distracción decidió tomar un papel en blanco y dibujar.
Las dunas en Rojo, un desierto de arena roja, azotado por un viento transparente imaginario, que arrastraba los granos de arena roja sobre el blanco lienzo de papel, desgastando lentamente la punta roja del lápiz de carpintero.
Hasta ese momento solo había usado el color rojo, y pensó:
- Voy a pintar ahora un beduino y su camello, en Azul.
Apoyó la punta azul sobre la roja arena del desierto y comenzó torpemente a trazar la silueta de un hombre que, luchando contra el viento, atravesaba las sinuosas dunas alejándose de un pasado de donde solo él quería escapar.
Pero algo largamente ansiado por fin se despertó en el lápiz de carpintero.
Siempre había estado en calma en su cubilete, inerte, inerme, impoluto, la mina roja, rojo pasión, había siempre observado desde la distancia a la mina azul, de un dulce azul bello e intenso. El rojo, como un color enamorado, siempre había querido tocar a la mina azul. Siempre cerca, casi rozándose, pero nunca lo había conseguido, y sin embargo ahora, al sentirla resbalar sobre el rojo de su arena, al notar su textura, al escuchar el sonido del roce de su azulada piel sobre el rojo calor de su superficie, al fundir sus pigmentos, supo que siempre habían estado destinados a encontrarse. Y aunque fuese en ese desierto azotado por el viento imaginario, comprendió que ya siempre la silueta del beduino azulado permanecería eternamente impresa sobre la roja arena de su roja sangre…
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