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Caminábamos juntos por una estrecha y escondida callejuela cada uno absorto en sus propios pensamientos, mientras, el ocaso oscurecía sus entrañas escasamente iluminadas por las luces que se filtraban desde los ojos de sus ventanas, que todo lo observaban. Al pasar por uno de los portales, profusamente decorado con un recargado enrejado, casi barroco, un gato maullaba y se encorvaba en actitud desafiante a nuestro paso, advirtiéndonos que no debíamos penetrar en sus dominios.
Aún a pesar del tiempo que hacía que paseaba diariamente por allí, no me había fijado en cuan vivamente brillaba el adoquinado con los restos de cera de que los nazarenos habían dejado a su paso días atrás, y como a pesar de encontrase en pleno centro de la bulliciosa ciudad, apenas si llegaban los turbulentos ecos del ruido del tráfico que tanto me molestaba. Tan pronto me adentré en sus recodos, volví a notar algo que me decía que de alguna forma ya estaba definitivamente ligada a ese lugar, fue como una sensación de “Déjà vu” a la que no di la menor importancia.
Seguíamos caminando en paralelo, en silencio diciéndonoslo todo con la mirada, pero que lo que acababa de ocurrir entre nosotros probablemente acabaría significando la traumática separación de nuestro camino en la vida, pues ninguno de los dos estaba dispuesto a perdonarnos los errores acumulados y la sarta de barbaridades que nos habíamos ido diciendo, por culpa de la rabia acumulada tras tantos momentos de tensión.
Volvía a recordar como tras una dura negociación con los viejos propietarios conseguí hacerme con aquella casucha que para ellos había sido su cobijo y su historia, sabía que a la larga iba a convertirse en mi, nuestra, morada, y por ello luche por adaptarme a un ambiente en el que a los forasteros no se les recibía con el calor con que en esa ciudad hacen gala que se recibe a los extraños.
¿Como pude dejarme engañar?, ¿cuantas veces confié en el hombre que ahora camina a mi lado como un extraño?, ¿cómo pude abrirle la puerta de mi casa, darle las llaves de mi corazón y entregarle mi cuerpo?.
- Traición, desesperación - Eran las únicas palabras que retumbaban en mi mente.
Sin embargo, no podía dejar de recordar los gratos momentos, los tiernos abrazos, las húmedas lágrimas de emoción, los dulces besos y las bellas palabras que ambos nos habíamos susurrado al auspicio del silencio que rodeaba esa estrecha callejuela.
Abrazos que ahora se me antojaban crueles como los de la serpiente que envuelve a su presa para asfixiarla. Lágrimas como las de un cocodrilo que engaña a su presa para conseguir su mortal propósito. Besos como el que Judas uso para delatar a Jesucristo en el huerto de Getsemaní.
Sonaron las campanas de la catedral, con un sonido de bronce golpeado que se iba amortiguando a través de las gastadas esquinas de la callejuela. Las nueve en punto. Las nueve de un Abril que podría ser el último de nuestra relación.
Nos miramos, recordando que a esa hora y precisamente al cobijo del tañido de las campanas de otra catedral, cátara, nos dimos nuestro primer beso, un beso trémulo e inexperto pero lleno de pasión, que recordaríamos el resto de nuestra existencia. Notre-Dame nos invitó a dejarnos llevar por la magia de una ciudad cuya luz había hecho prender la llama de nuestro amor.
En ese momento cuando se cruzaron nuestras miradas y una chispa de los rescoldos de nuestra agotada pasión, salto de mi corazón y prendió el fuego de mis labios que ardieron en deseo de unirse a los de él. Algo debió reflejar mi mirada pues sus manos me tomaron por la cintura con esa suave y enérgica delicadeza que no notaba desde hacía meses, y por extraño que pareciese noté como su corazón latía deseando volver a prender ese fuego que consume el corazón de los enamorados, y sin saber como ni a donde me conduciría cerré mis ojos y me dejé llevar por la magia de un momento que, a pesar de mi ansia de felicidad, solo significaría un leve respiro en nuestra tumultuosa relación.
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